Quienes no han visto nunca al artista Alberto Hewitt trabajar con sus lápices de color negro, sus carboncillos, sus tizas con olor a carbón, no creen que lo que hace, sean dibujos. Muchos, incluidos artistas, amigos del mismo gremio, se atreven a asegurar (de manera irrespetuosamente envidiosa) que sus dibujos son hechos con la ayuda de un retroproyector, ese que fija de manera transparente la imagen, que luego de los trazos por encima, fuertes y claros, va apareciendo un falso dibujo en la tela que sus admiradores vemos con encantador asombro, de vez en vez, de cuando en cuando y de galería en galería y en muchas sofisticadas salas de bellas casas de habitación, que han tenido la oportunidad de hacerse a sus obras.
Hewitt es un artista diferente. Serio, refinado, pulcro, metódico. Hace lo que le gusta, es decir, no le interesa plasmar en las telas cosas que le impongan los compradores, de ahí que dibuje caballos en mil formas, mujeres y hombres desnudos, algunas «naturalezas muertas?, y muchas imágenes que recrean y refrescan el alma, o bien tomando una muestra física como modelo o recurriendo sencillamente a la imaginación, de donde provienen muchas de las que plasma en esas telas de diferentes tamaños, lo que a nosotros, los que amamos el arte, el convencional, el de fácil comprensión, el que no está lleno de trampas ni falacias ni mentiras, nos alimenta el espíritu y nos anima a vivir.
Es un hacedor de retratos de verdad y de retratos ficticios. Seres humanos pintados a la perfección, animales precisos, frutas de verdad y cosas que se venden en diferentes tiendas, con todos sus detalles, sus colores, sus formas y sugerencias.
Es un artista pleno, que anda por las calles con sus creaciones, invitando a los transeúntes a animarse a llevarse a casa una obra perfecta, lo que han logrado muchos, sin proponérselo.
A Hewitt lo admiramos y le deseamos muchos, pero muchos éxitos en su carrera de creador.
* Germán Alberto Ossa / Crítico de cine











