Por: Ángela Morales Chica
Llegué a La Habana con mil ideas en la cabeza. Era jueves y estaba pisando por fin tierras cubanas, donde el ron y el tabaco aparecen en cada esquina y donde el calor y la música llenan la vida. al bajar del avión se me encharcaron los ojos. El calor y aire sofocante, un letrero que me recibía con un ‘Nothing compares to Havana’ y una sonrisa de los operarios del aeropuerto bastaron para hacerme sentir afortunada por esta experiencia que iba a comenzar.
El taxista que me llevó hasta la residencia se portó como un verdadero guía turístico. Me dijo que debía hacer y qué no, qué comer, qué visitar y de qué debía cuidarme. Esa primera tarde caminé por el Vedado, zona donde me hospedé y reconocí una zona muy turística. No me daba cuenta que mi viaje se dividiría en dos. Esos primeros días sola y los días cuando estuve acompañada por las demás personas que llegaban al seminario. El antes, lleno de sorpresivos encuentros durante las caminatas, de sonrisas bajo el sol, de cosas nuevas. El después, lleno de aprendizaje y aún más sorpresas y amigos nuevos.
Probar comida nueva, caminar por la rampa en una mañana de sábado, recorrer el malecón y disfrutar viendo los carros antiguos que te devuelven en el tiempo, escuchar música que te anima a bailar y el sol que cubre todo el lugar jamás se me olvidarán. El domingo antes de iniciar el seminario, llegó a la residencia no solo Joha, mi compañera de viaje, sino también Hernando, el mejor guía que hubiéramos podido pedir para conocer La Habana. Con él y Anastasia, una joven rusa, salimos a conocer La Habana vieja para reírnos con el Rock Star, un mítico personaje cubano que hasta ha salido en la portada de la National Geographic, al frente de La Bodeguita del Medio mientras tomamos mojitos; a tomar daiquiri en uno de los sitios más visitados de la zona, ‘La Floridita’; a caminar las calles empedradas por donde han caminado tantos personajes y a escuchar son, esa música tan pegajosa en cada esquina y que te invita a bailar, no importa dónde ni con quien estés.
Se quedan cortos los adjetivos para describir lo que fue tomarse fotos en la plaza donde inicia la Calle del Prado, rodeada de colores vivos, arquitectura única con casas de dos pisos estancada en el tiempo, donde cuelga la ropa y sus habitantes escuchan música a todo volumen para bailar en la calle y niños tan simpáticos que sin problema alguno estiran su mano para irse contigo. Después de un día largo, nos sentamos a escuchar el cañonazo a las 9 pm, cuando apenas había bajado el sol y luego, nos montamos por fin en un almendrón para llegar al Hotel Nacional y brindar en su lujoso patio con un cóctel cubano y a ritmo de canciones súper contagiosas.
En medio de la apertura de relaciones con Estados Unidos, Cuba se ve distinta, se ve bella. A pesar de estar estancada en el pasado en algunos aspectos, se notan las expectativas sobre el futuro y son claros los esfuerzos que hacen para convertir al país en un destino turístico de talla internacional. Lugares como Tropicana, un cabaret para disfrutar hasta la madrugrada; el Museo del Ron, para conocer más sobre esta bebida nacional; playas como Jibacoa y Varadero, esta última una de las más blancas y hermosas que he visto en mi vida, sin duda ponen a Cuba en mi lista de destinos a los que debo volver.
Después de 10 días grandiosos, me di cuenta que Cuba es un país que aún conserva esa cultura auténtica que muy pocos tienen hoy en día y que ese tiempo fue suficiente para sumergirme en la atmósfera cubana y aprender un poco sobre ella. Disfruté cada momento pero extrañé mucho mi país, porque incluso en un bar cerca al callejón de Hamel, donde me tomé uno de los mojitos más sabrosos, tenían todas las banderas menos la colombiana y yo, sin tenerla a mi lado, me prometí volver algún día para llevarla conmigo y colgarla en esas paredes multiculturales llenas de vida.











